El hombre que salía del piano



x Lucía Viera Rodriguez

Mientras el espectador se acomoda en su butaca, Tesa (Katja Alemann) ya está desmoronada sobre el piano. Repite unos acordes, mira para el suelo y, más atrás, otra figura de espaldas. Cuando la obra inicia, todo pareciera confirmar que se trata de un “after party”: ella viste un camisón de seda escotado, el una camisa blanca y pantalones negros, con los tiradores caídos, se ve una botella de vino destapada, un vestido colgado y varios pares de zapatos desparramados. Ellos se mueven con movimientos torpes, exagerados o sumamente quedados, como si estuvieran borrachos, o drogados.

Sin embargo, con el transcurrir de la obra (en la que vemos el paso de un día a otro), nos damos cuenta de que no. Una vez descartada esta idea, al pianista se le atribuye una enfermedad, de la cual no se dice mucho pero que pareciera estar relacionada con su obsesión por el piano: incluso cuando ya no puede más, seguirá tocando, para que su amada baile, pero también porque no puede dejar de hacerlo.

La obra no habla sólo de la relación entre estos dos peronajes, sino que se consolida un triángulo amoroso con la aparición de otro personaje (Gerardo Baamonde) quien, literalmente, sale de las cuerdas del piano para interactuar con ella. Es una presencia fantasmagórica, quizás de su pasado, contenido en el sonido que emana del piano. Lo cierto es que es bastante indefinido, y no aporta mucho cuando habla, sino que lo más interesa es su aparición, la manera en la que sale del instrumento, su silueta interrumpiendo en la escena.

Hay cierta reminiscencia de “Los zapatos rojos”, cuento infantil increíblemente cruento que narra cómo una niña que se pone zapatos rojos no puede dejar de bailar hasta que le cortan los pies. De la misma manera, Tesa no puede dejar de moverse al compás de los acordes ni Leonardo (Carlos Lipsic), puede dejar de tocarlos. Ambos parecieran moverse como por inercia, exacerbando el mecanismo rutinario de las relaciones desgastadas.

Eso lleva a la obra para el lado del absurdo, en cuanto hay pasajes violentos de la tristeza a la risa, se repiten una serie de gags y se juega con muecas todo el tiempo, llegando por momentos a tener un aire chaplinesco.


Tesa: Katja Alemann
Leonardo: Carlos Lipsic
El Hombrecito: Gerardo Baamonde
Escenografía: Julieta Ascar
Vestuario: Osvaldo Pettinari
Iluminación: Sergio D'Angelo
Música Original: Romántico" (variaciones) de Juan del Barrio
“Conversaciones Conmigo Misma" de Katja Alemann
Producción Ejecutiva: Rosalía Celentano
Dirección: Sergio D’Angelo
Realización de Vestuario: Lidia Benitez
Diseño de Piano: Carlos Lipsic
Realización de Piano: Mader Home
Fotografías: Daniel Castellanos Mora / Felipe Gache
Prensa y Difusión: Duche & Zárate

Este espectáculo cuenta con el apoyo de Proteatro


Funciones: Viernes 20:30 hs.
Localidades: $ 30.-
Teatro Del Nudo – Av. Corrientes 1551 - Reservas: 4373-9899

El calor del cuerpo



x Sol Echevarría

Tras haber mordido la fruta prohibida, sucumbiendo a la tentación de prolongar su estadía en una isla tropical, los personajes sufren la expulsión del paraíso. Sus cuerpos derrumbados por el calor callan más de lo que hablan mientras comen frutas y toman sol. Se trata de cuatro personajes que no tienen en común más que el hecho de haber decidido quedarse en ese lugar repleto de turistas que vienen y van. La obra pone en escena a través de los personajes un movimiento cíclico (congelado por la repetición), una caída.

A la excelente escenografía se le suma una iluminación dorada que contribuye a lograr un clima tan caluroso que, combinado con la actitud corporal de los personajes, resulta aplastante. Ana y Raquel son las protagonistas femeninas que exhiben una neurosis de relaciones frustradas recubierta por teorías poco redentoras respecto de la naturaleza humana en general, permaneciendo estancadas en su resentimiento. Uno de los personajes masculinos es un anónimo, “él”, cuya psicología interna está menos desarrollada y es el que aliviana un poco la tensión de ese universo trágico. El único que propone una salida, quizás la muerte, es “el viejo”, quien logra enamorarse pero decide huir de su posible felicidad. Dejados al descubierto por las mallas, los cuerpos erotizados, miradas y roces circulan en las distintas escenas. Sin embargo, es un deseo que no será satisfecho sino siempre postergado, como una promesa que jamás se concretará.

A pesar de las continuas alusiones enigmáticas, ninguno de ellos se refiere a su historia: parecieran no tener un pasado (no se sabe bien de dónde vienen, cómo terminaron en la situación en la que se encuentran), pero tampoco un futuro, como si su vida entera girase en torno de la isla y no hubiese nada antes ni después de ella. De hecho, todas las palabras aparecen referidas al mundo tropical, como si el entorno definiera el único tópico posible de conversación. Se habla de frutas, collares de coco, barcos, escamas de pez, muelle, mosquitos y potes de plástico, entre otras cosas.

Sus recuerdos se desdibujan entre el ir y venir de las olas, en un tiempo muerto que cae lentamente, como un reloj de arena. Sumergidos en esa temporalidad detenida, a medida que la obra avanza los personajes parecen estar más cerca del piso, hasta que de pronto la obra se interrumpe. Proponer un final marcado implicaría, de algún modo, plantear una salida, pero los personajes quedan atrapados en una cotidianidad que se repite hasta el cansancio, siempre al borde del derrumbe. Se genera una contradicción permanente entre una sensación de estancamiento y de movimiento a la vez, porque si todo está quieto ¿cómo es posible que esté, al mismo tiempo, cayendo? Sin embargo, sucede. En su descenso, los personajes sudan, sienten el calor de su cuerpo.

"Es como si una capa hermética hubiera protegido a los personajes de pasados que desconoceremos, pero cuyas consecuencias nos permiten ver cuerpos que sienten sin límite pero no tienen modo de expresarse, de confesarse. Esto queda de relieve en una geografía tropical de supuesto goce, liviandad y esparcimiento, lugar donde el cuerpo se exhibe y se disfruta. Sin embargo ninguno de ellos parece ser capaz de entregarse a este calor que palpita, se mueve, asoma pero nunca estalla." comentó al respecto de su obra Agustina Muñoz. Ante la asfixia que les impide cualquier escapatoria, estos personajes caídos terminan por resignarse. Pese a adoptar una actitud pasiva, manifiestan su insatisfacción con respecto a la situación en la que viven: a menudo se quejan y planean hacer algo pero fracasan en la concreción. Tal vez el elemento más perturbador es que perciben que están cayendo pero no saben qué hacer al respecto. De esta forma, se desmoronan no por voluntad propia sino porque no encuentran de qué agarrarse.

El calor del cuerpo forma parte de la antología Dramaturgias, editada por la Editorial Entropía, junto con textos de otras diez autoras de las nueva dramaturgia femenina como Mariana Chaud, Lola Arias, Agustina Gatto y Romina Paula entre otras.


Dramaturgia y dirección: Agustina Muñoz
Segunda dirección: Bárbara Hang
Asistencia: Laura Gamberg
Intérpretes: Cecilia Rainero, María Villar, Lucas Ferraro, Eduardo Iacono.
Instalación escenográfica: Manuel Ameztoy
Iluminación: Leo D´Aiuto
Vestuario: Flavia López Foco
Fotos: Guido Adler
Producción: Ioni Rogers
http://elcalordelcuerpo.blogspot.com/


A las 23 hs. en El camarín de las musas, Mario Bravo 960. Reservas 4862-0655, Entradas $20 - $15

Pasionaria



x Sol Echevarría

La habitación está prácticamente a oscuras, excepto por una luz azul que entra por la ventana. Se escucha un tic-tac que, como luego se verá, no es de un reloj sino de uno de esos gatitos chinos dorados que mueven la mano. Estos dos elementos anticipan el tiempo cuasi onírico, pesadillesco y circular en el que se desarrollará la obra. Sin un principio y fin marcado, en el escenario se despliega apenas un fragmento del suplicio de la protagonista (Flor Dyszel), una mujer que sufre el duelo del abandono.

Su voz irrumpe al comienzo imperceptible y luego se torna clara. Pareciera que habla sola, evoca su antigua relación desde un sillón, sepultada por su pasado de osos de peluche y adornos. Bastante más adelante, nos enteraremos que está al teléfono. Este comienzo “in media res” tampoco permite saber con certeza desde hace cuánto tiempo que hablan. La conversación durará casi toda la obra, interrumpiéndose apenas por unos minutos, en los que ella esperará que vuelva a sonar el teléfono. “Si no me llama me muero, me muero”, gritará una y otra vez entre lágrimas.

En su conversación con este alguien que nunca se hará presente (una figura fantasmagórica cuya realidad prácticamente coincide con la evocación de alguno de los personajes), se multiplican los lugares comunes del abandono. La protagonista atraviesa uno a uno todos los estados, desde nostalgia hasta furia, dejando en claro que su fuerte carga emotiva la lleva a perder su racionalidad. Con su leit motiv “¿Te acordás...?” se desdibuja a sí misma, reduciendo su identidad a un mero gesto negativo (lo que ya no es). La escenografía barroca y kirsh se condice con la trama que se despliega sobre ella, que posee algo de asfixiante e ingenua a la vez. Los planteos del personaje hacia su objeto de deseo se multiplican para llenar el horror vacui de su cuerpo, no sólo con adornos sino también con palabras.

La actriz Flor Dyszel interpreta de forma precisa esa esquizofrenia afectiva que atraviesa la protagonista, volviéndola verosímil (¿autoreferencial?), incluso en los momentos más detestables y grotescos. La acompaña Aníbal Gulluni, quien representa a un delivery de helados obsesionado con ella, cuya relación no se termina de poner en la escena. Se trata de un personaje extraño, ilógico, movido por todo tipo de fetiches. Su presencia aliviana la angustia de la escena con un toque de humor, sumamente necesario, el cual brota del patetismo de la entrega, de la obsesión, que los domina a ambos, pero a cada uno de manera diferente. Este “hombre a domicilio” trata de despegarla de su recuerdo, para ocupar él ese lugar, pero ella se aferra a ese amor, en vano, con todas sus fuerzas. Porque, si la pasión es el eje sobre el que gira Pasionaria, se trata de una pasión inútil, arrojada a un amor que ya no existe.

Pasionaria es el proyecto de graduación con el que Lucia Möller (dirección y dramaturgia) se egresó de la Licenciatura en Dirección Escénica del IUNA, bajo la tutela de Daniel Veronese.


Elenco: Flor Dyszel y Aníbal Gulluni
Tutoría: Daniel Veronese
Asistencia de tutoría: Tatiana Sandoval
Dirección de arte: Sol de San Bruno
Iluminación: Meter Zanahoria
Sonido: Nicolás Méndez
Prensa: Tehagolaprensa
Asistencia de escenario: Tilín Veraldi
Asistencia de dirección: Mónica Paixao
Dirección: Lucía Möller